domingo, 3 de junio de 2012

Formación socioespacial: control privativo del tráfico aéreo como parte del redireccionamiento de un nuevo sistema regional de acumulación (1ra. parte)

Diego Romero


Introducción

A partir de 1974 (la fecha es arbitraria) comenzará a gestarse con particular preeminencia un nuevo paradigma que se dará en llamar globalización: nueva fase capitalista. Económicamente, la Argentina entrará en el neoliberalismo planetario, sustentando para ello tres pilares: privatización de las empresas estatales, convertibilidad cambiaria, y flexibilidad en la forma y tipo de labores remuneradas. Así las cosas, se producirá a nivel espacial una reorientación de la regionalización, modificando esencialmente tres variables: funcionabilidad regional, circulación de bienes y personas (base del sistema anterior) y emergencia de nuevos espacios a partir de la especulación financiera del nuevo tipo de capital, que tiende a “reducir” el territorio circulado y percibido con el objetivo de minimizar los costos y aumentar los beneficios comerciales, modificando para esto la funcionalidad y modalidad de los transportes.
Esta nueva (o no tanto) realidad, también acometerá sobre la creación de nuevos espacios geográficos, no sólo ya para la producción de bienes y servicios o lo que algunos quieren ver como un desarrollo-local-“beneficioso” para un determinado tipo de población (falso), sino siendo la nueva tendencia que el espacio sea espacio y mercancía al mismo tiempo. Por lo antedicho, el sistema de transporte (en todas sus formas) se volverá des-funcional y privativo, gestando un verdadero nuevo tipo de significado y simbolismo espacial.


Marco espacial: gestación material y simbólica del espacio

Lo que hoy llamamos globalización, contrapuesta a la idea de los territorios nacionales cuyo signo era la cultura burocrático-endógena, está pautada por las formas políticas asumidas, endógena y externamente, por un Estado neoliberal. El Estado conoció su momento de mayor intervención directa desde mediados de los 40 hasta treinta años después, fusionado entonces a la idea de una nación en armas. Éste, lejos de desaparecer o retraerse, ha redireccionado su producción política, social y espacial hacia nuevos sitios.
Así como la burocracia es motor de los estados nacionales, el flujo de capital y su concentración en nuevas geografías es lo propio respecto de la globalización. Es apreciable ver y entender cómo se produce una conceptualización cíclica, o generacional, en el cual la tierra se territorializa,  desterritorializa o reterritorializa, quedando la producción espacial y la sociabilización enmarcada en ello. Dice Gilles Deleuze:

“La tierra no es un elemento cualquiera entre los demás, aúna todos los elementos de un mismo vínculo, pero utiliza uno u otro para desterritorializar el territorio. Los movimientos de desterritorialización no son separables de los territorios que se abren sobre otro lado ajeno, y los procesos de reterritorialización no son separables de la tierra que vuelve a proporcionar territorios. Se trata de dos componentes, el territorio y la tierra, con dos zonas de indiscernibilidad, la desterritorialización (del territorio a la tierra) y la reterritorialización (de la tierra al territorio). No puede decirse cuál de ellos va primero”.[1]


La realidad, puede ser vista como una ejecución de la materia. La realidad simbólica de los hombres, con su constelación de signos y significados: la cultura.
Dentro de la realidad de los hombres, la resignificación de lo dado (como un supuesto filosófico) es el hecho basal e irrefutable de la conducta humana. La producción permanente de valor simbólico. La punta de una flecha a partir de una roca desgastada contra otra, los ladrillos de una casa, el dinero, los espacios intangibles que proponen las nuevas tecnologías de la información. Lo que llamamos espacio es una compleja trama de porciones de materia transformada a través de un largo proceso de significación y resignificación de ideas, valores y símbolos. Este largo proceso no parte de hechos históricos: se parte de la imposibilidad de definir un hecho histórico, dado que la historia (pensada como una totalidad) es intangible. Dicho de otra manera: hablar de historia es hablar de una forma de literatura o, en el mejor de los casos, de una abstracción. Sin embargo, para poder vivir en un estado de cosas presentes, que sin el velo del consumo se presentaría insoportablemente fugaz, nos remitimos a categorías subalternas del concepto de tiempo. Necesitamos de la convención del tiempo pasado para creer que podemos entender el presente en el momento en que éste se está gestando. Como el pasado no tiene una materialidad que registre un dato inmediato para nuestras conciencias, se vuelve obvio el estado de permanente fugacidad con la que tendemos a objetivar el espacio, cuando lo que creemos hacer es todo lo contrario: anclarlo estáticamente en la categoría “pasado”.
El espacio, es decir la materia que lo forma y que permanentemente transformamos, se conforma constantemente en un proceso. Ese proceso no puede ser un hecho, ni la suma de varios o innúmeros hechos. Se basa, materialmente, en una imagen. Como toda imagen, no es lineal sino constelativa, y refiere a un valor simbólico y a un significado. Es, en síntesis, una imagen dialéctica[2].

La movilidad es propia, aunque no exclusiva, del ser humano. Múltiples fueron y son los caminos, las geografías, lo llevado y lo traído: cada vez más arraigado y complejo. La movilización es la forma de justificar, o comprobar en su máxima percepción, el espacio. El movimiento, entendido en este caso como un desplazamiento, nos brinda la posibilidad de percibir el ordenamiento material que llamamos espacio sí como un dato inmediato de nuestras conciencias, y de ello la derivación del tiempo. Controlar la movilidad y el espacio donde esa movilidad se desarrolla, ha sido fundamento de los grupos dominantes.
El espacio percibido en-el-ahora, que se nos presenta veladamente como algo estático, es el resultado de una continua ejecución de las formas materiales en un momento dado. Esas formas materiales pueden presentarse como totalmente novedosas, aún cuando guarden resabios de materialidad de otro tiempo. O bien pueden persistir en un modo de interpretación, producción, reproducción, uso y consumo.
Es dentro de esa materialidad dirigida y velada que nos conducimos, reproduciéndonos física y culturalmente a través de procesos históricos. Cada espacio pertenece a un momento dialéctico. Aunque el momento ya no esté, si por tal se entiende a un conjunto de variables simbólicas que operan valorativa y trasmutablemente sobre la materia, puede que el espacio sobreviva como imagen dialéctica. Cambia aquí su percepción, su sentido, su razón y su valoración. Por ejemplo, los cascos de estancia pampeanos que hoy día sirven de recreación turística cuando en su momento de ejecución eran unidades espacio/productivas, o los campos de Auschwitz, que reproducen hoy un tipo de memoria activa y cultural siendo que en principio eran espacios para producir una determinada estética de la muerte como política.
Los espacios, en el tiempo, se fragmentan, se territorializan, se desterritorializan, cambian su posición frente al posicionamiento de otros sitios como espacio. Hay una resignificación constante del valor simbólico y material de los espacios, operados por determinados actores. A este respecto, importa saber que no todos los actores ejecutan materialmente el espacio. Convendrá siempre considerar a aquellos actores con capital simbólico y práctico para ejecutar la materia y, al mismo tiempo, disputar con otros actores de su misma categoría ese mismo capital, y por otro a los actores desprovistos de capital y desapropiados de las condiciones que lo reproducen. Este segundo grupo de actores, sólo percibe el espacio a través de directrices culturales que los otros actores, verdaderos “adueñadores” del capital, imponen.
Con esto quedará claro que el espacio es privativo de un grupo, que constantemente establece sobre él esquemas de producción, reproducción, comportamiento, consumo, valoración, movilidad, canalización y distribución de los beneficios. Estos son privativos. Las pérdidas, por el contrario, son de patrimonio social. Y así el espacio no se estabiliza nunca, por muy poco presente que puedan los consumidores tenerlo como proceso. Aún ahora, en los espacios donde se da la verdadera geografización de lo antes enumerado, la imagen dialéctica está en permanente estado de ebullición.
En determinados períodos, que pueden ser entendidos como cíclicos en el sentido de la permanente reinvención, esos grupos sociales que privatizan o vuelven privativo el espacio determinan la estética ejecutoria de la materia que los conforman: establecen flujos, corrientes, paradigmas socioculturales y científicos como soporte, leyes, promociones, pautas. Es importante tener en cuenta que, desde la invención del cine, en forma cada vez más creciente, la valoración y aceptación del espacio se ha establecido y jerarquizado a través de este soporte técnico. Aquí, el espacio suma la variable virtual al sinnúmero constelativo de elementos que lo conforman como imagen dialéctica. El consumidor puede acceder a un espacio que le es privativo, y sin estar en contacto con él experimentarlo como un patrimonio común. Aparecen en esto formaciones estructurales del todo nuevas.
En el período inmediatamente posterior a la Segunda Guerra, por motivos económicos y políticos, el espacio comenzó a ser entendido, visto, enseñado, vivido y consumido como territorio. La territorialización supone una fragmentación del espacio. Este comportamiento es mismamente cíclico, y responde a los intereses de salvaguarda de los grupos que disputan capital simbólico y material. A partir de la primera mitad de la década de los años 70, la cultura metalmecánica de posguerra vuelve a dejarle paso a un liberalismo económico que, irracionalmente, comenzará a estar basado en la producción para el no-consumo: la concentración acumulativa del capital financiero.
Como otras veces en el desarrollo histórico, el paradigma de la globalización desterritorializó y reterritorializó en distintos grados y escalas los otrora espacios nacionales. Ya no importa el dibujo que presente, correctamente o no, la cartografía oficial. Ya no importan, en tres palabras, los mapas políticos.  El estado dado en llamar neoliberal ha devenido en un marco dentro del cual se opera una resignificación del capital y de los espacios geografizados a partir de éste. Cada momento histórico, cada ejecución del devenir, plasma materialmente sus significados y acciones significativas en el marco del espacio. Es precisamente en ese sentido que el espacio mismo termina siendo una ejecución material, con sus incontables y aún desconocidas variables, de los símbolos que componen la reproducida realidad cultural de las personas.
En los países de la periferia, llamada también sub-desarrollo o tercer mundo, la globalización genera desde el discurso la formación ilusoria de un espacio cuyos rasgos, cada vez menos nacionales y más, por el contrario, mundiales (lo que en Argentina equivalió a “importado” o “primer mundo”) tienden a homogenizar las pautas culturales del consumo y la producción. Es cierto que la globalización acerca los espacios, pero sólo en un sentido cultural de ese consumo. Consumo que, valga decir, redefinirá el tipo y número de consumidores. No sólo se generará una nueva división del trabajo, tanto a nivel mundial como intraregionalmente dentro de los hasta aún hoy denominados Estados nacionales: asistiremos, de continuo, a una verdadera división espacial del consumo. Por su parte, la producción seguirá siendo diversificada y también responderá a una división espacial, y no menos dialéctica, del trabajo, la cual se torna cada vez más fugaz.


Máquinas que vuelan:
el nuevo ahora de la globalización espacial


En este nuevo estado de cosas, el avión es al paradigma global lo que la carabela fue al mundo medieval mediterráneo: la herramienta concretamente funcional a la interconectividad entre distintas personas, lo que es al mismo tiempo interconectividad de símbolos y los campos donde esos símbolos son disputados, y la posibilidad real de poder establecer flujos y direcciones (simbólicos y materiales) para la emergencia constante de espacios con asignaciones culturales determinadas por una formación de poder. Sin el avión como modo estratégico de transporte, sumado a la revolucionaria tecnología satelitaria, los flujos económicos que conocemos no serían factibles. El control del espacio aéreo, cuya territorialización es decisivamente económica menos que sociable, se vuelve en esta era crucial. Tanto el modelo agroexportador como el sustitutivo de importaciones, unieron regiones. Hoy no es necesario unirlas, pues la posmodernidad entiende el espacio a través de los mismos parámetros de liquidez y fuga con los que se entiende la alimentación, la música, el arte o el sexo: hoy es hoy.
El espacio entendido como mercancía es indisociable de la máquina, que resignifica la noción del espacio en el ámbito de las grandes escalas. Una realidad espacial de 15000 kilómetros es percibida como tiempo simbólico de doce horas, gracias a la compresión espacio/temporal de la máquina que cruza el aire intercontinental. Y cuanto más desarrollada está la globalización, más concentración y oligopolio parece advertirse en las empresas que brindan el servicio de la transportación aérea. Ante un número creciente de personas, pocos son los que pueden acceder a los costos del vuelo: la mayoría no llegan a ser ni potenciales usuarios, quedando supeditados a una movilidad de tipo regional o interregional, obligados a la infraestructura cautiva de las rutas. Tenemos así que la globalización como paradigma de la reproducción cultural humana, es nuevamente un paradigma de resignificaciones. Ante estas, los actores van cambiando y van cambiando los espacios que los actores perciben: su fugacidad, su mera meta de consumir y ser consumido, genera el espacio. Neoregionalizaciones van surgiendo. El capital reproduce espacios materiales bajo el signo de la novedad, redireccionando el flujo de símbolos, producciones y personas. El resultado es una nueva valorización cultural/consumista del espacio como fantamasgoria de la materia, en detrimento de la sociedad como una totalidad. Esta fantasmagoría, este velo de producción para el consumo, genera nuevo lugares de paso.
Nos aclaramos: los nuevos espacios, y los nuevos flujos que esos espacios atraen y producen y/o derivan, conllevan un costo. Ese costo se transfiere a la cultura de la sociabilidad como consumo: sea permanente o sea fugaz, todo se consume, al final o en el tránsito.
El espacio es un fetiche de mercado que en los nuevos parámetros de consumo posmoderno se presenta como un salvoconducto para la canalización de la lívido del hombre esquizofrénico del siglo XXI:
“el capital pasa a representarse en forma de paisaje físico creado a su propia imagen, creado como valores de uso para potenciar la acumulación progresiva de capital en una escala creciente[3]


El espacio, en la globalización, ya no se presenta como un lugar de contención, sociabilidad o producción. Aún cuando la producción y reproducción existen, debe hablarse ya de consumo: verdadero momento donde ocurre la alienación cabal del individuo en el sistema capitalista. El espacio, dijimos, es una imagen dialéctica. Su forma material, de gestación permanente en el ahora, se nos presenta con un velo fetichista. Si la estética nace como discurso del cuerpo y no del arte, como verdaderamente ocurre, podremos entender por qué el espacio se presenta hoy como paisaje, y qué categorías convergen en la imagen que se nos presenta velada para percibirlo y aprehenderlo. La realidad de estas fantasmagorías, estos objetos, se justifica tautologicamente para el consumidor: “las cosas son así porque así es como las veo, como debe ser”.
El pasado, bajo esta estética de las cosas, es experimentado como un carro que nos empuja desde atrás, metafísicamente, y no como una permanente imagen dialéctica de revolución.


El neoliberalismo desproveyó de la fantasmagoría productiva a los espacios que en Argentina eran tenidos, y aún ocurre esto en el imaginario medio colectivo, como tradicionales. La interconectividad intrarregional, la operatividad de conjunto unida espacial y territorialmente por el tren y la ficción del nacionalismo, deja paso a la fantasmagoría del consumo: así se presentan los nuevos espacios que el tren no une. Espacios fragmentados, pequeños, cuya geografización responde a una trasmutación en mercancía. La realidad o lo que se percibe como tal es transformada, resimbolizada, adoptando distintas características que son propias de la economía global y de su funcionamiento.
No es casual que espacios, concretamente ciudades o pueblos, que no eran tenidos en cuenta dentro de la fantasmagoría productiva, sean hoy verdaderos espacios emergentes dentro de la fantasmagoría del consumo. El capital financiero se reproduce a mismo a través del capital fijo que forma el espacio. El tren ya no conecta los lugares de producción con los puertos de exportación o centros redistributivos; es el avión, hoy, el que lleva a los lugares de consumo. ¿Qué se consume? Lo dicho: el espacio como mercancía.


La diversificación en las posibilidades de inversión de capital financiero en el sector de los servicios, permite recrear no sólo la idea del paisaje, sino también la del espacio mismo como una mercancía. Se lo presenta así como esa imagen dialéctica ya mencionada, cuya sintética apariencia no permite que el alienado consumidor advierta los eslabones e innúmeras variables del proceso que lo geografizó. Esta imagen va asociada a determinados tipos de conducta, de aspiraciones, de ideas, de tipos y formas de consumo, que pasa a ser una categoría cognitiva más que económica.  Hay en el espacio la percepción asociativa de sensaciones e ideas con las que el consumidor entra en contacto a través de una sinestesia.
Al ir modificando el espacio su forma y significado, el grupo social adquiere otra percepción y por ende otro comportamiento. Allí se evidencia, por un lado, lo privativo de los espacios, especialmente de aquellos espacios emergentes a partir de la circulación de capital global. Por otro, comprendemos por qué un sitio que antes pasaba inadvertido desde las galerías del consumo, se posiciona ahora al frente, dado que algunos actores con capacidad de disputar capital simbólico y material ejecutan en él una realidad específica, propia a servir intereses. Cuando un momento económico es propicio, existen agentes (sujetos humanos) que ejecutan dentro de él un determinado tipo de realidad. La sociedad, entonces, comienza a formarse dentro de esta nueva tipología de pautas y ofertas.






Historialidad de los espacios materiales en Argentina


Asociada a la idea de que el consumo reiterado y excesivo en términos tradicionales (lo que equivaldría a decir “en términos de la industria metalmecánica con resabios del modelo agroexportador”) ha saturado el modo de percibir la idea de felicidad, los espacios/mercancía presentados como lugares “naturales” en el auge rentable del ecologismo, ofrecen la paradógica fantasmagoría del fetiche anticonsumo.

En el caso de la república Argentina, se pasó de un modelo productivo (podemos adjetivarlo para el caso interno con la palabra “peronista”) a un modelo de consumo con estándares de primer mundo, sostenido por la mentira de curso legal conocida como convertibilidad cambiaria, artilugio por el cual, durante diez años, un peso valía un dólar.

Tradicionalmente (este término no dice nada en realidad) el sistema agroexportador y ya luego el mercadointernista fomentaron y desarrollaron una infraestructura y una conciencia colectiva respecto de una división territorial según parámetros productivos. La amalgama intrarregional cobró principal vigor durante la segunda etapa mencionada, donde era común la circulación de personas y mercaderías en una, prácticamente, igualdad de condiciones. Noroeste, Noreste, Cuyo, región pampeana, Patagonia: todas participaban de una misma rueda económica, social y política bajo la bandera unificante del nacionalismo. Las vías férreas, y crecientemente la expansión de las rutas, acercaban espacios de un modo más concreto que la globalización de hoy en día.

En desuso el sistema productivo de aquella “tradición” pierde significado incluso como imagen dialéctica el espacio que sirvió de soporte material: se desmantelaron las vías férreas, cerraron las fábricas, se reorientaron los servicios. La división interregional comienza paulatinamente a perder su sentido de funcionalidad, quedando como resabio en la mente popular o como herramienta teórica para trabajos académicos sobre el clima o el relieve.

Hay así una re-regionalización de los espacios otrora nacionales, con una consecuente redefinición de las vías de acceso (por dónde y para quién) y obviamente de los medios de transporte.
Las vías férreas se han desmantelado o abandonado. Nuestro espacio jamás fue un espacio fluvial. Queda, en consecuencia, la ruta: ésta también ha sufrido un proceso que la volvió privativa o, de no serlo, insegura. En el caso del avión, la venta de las empresas, la concentración del servicio en un número poco diversificado de destinos, y la reorientación hacia espacios consumistamente rentables, no ha sido menos resignificativo a la hora de ver cómo el capital financiero de la globalización se orienta constantemente en ejecuciones nuevas.

Hoy, las políticas comerciales de las empresas de transporte aéreo que objetivizan (trabajando en realidad sobre la subjetividad del consumidor; una subjetividad falsa) los medios y herramientas según qué espacios presentan las formas más efectivas de generar capital: achicar (no acercar) espacios y territorialidades para recorrer menos ganando más. La situación de algunos lugares, que antes pasaban desapercibidos en el imaginario social, se posicionan hoy como objeto de consumo turístico, operando no sólo sobre las bases concretas y materiales del espacio, sino en la percepción que se tiene del territorio y las regiones que lo integran. Lugares funcionales a un redireccionamiento de la movilidad espacial.

La percepción de las regiones se produce, por medio de la educación y el uso, según el momento histórico y económico. Según el tipo de materialidad sobre el espacio que producen concretamente los agentes con mayor capacidad de capital para hacerlo,  en cada época los sujetos sociales en conjunto.

La fetichización de un sitio, transformando al espacio, lo posiciona y lo convierte en mercado atractivo para el capital financiero. Estos nuevos espacios muchas veces no conllevan los estigmas productivos de urbanizaciones donde es mayor la materialidad del espacio y las funciones asociadas a poblaciones más grandes.

Estos espacios, en regiones que hasta comienzos de los 90 habían estado marginadas como periferias asistenciales al esquema con centralidad en la región pampeana, aparecen ahora redefinidos, “descubiertos”, resignificados bajo una impronta estética, la estética del consumo como modo de vida. El alma del hombre de hoy se realiza en el consumo. Consumir un paisaje equivale a dominar a la naturaleza como símbolo. Vemos en ella, en lo que de ella creemos ver, lo que no ven los animales.
Resignificado el espacio, se focaliza el centro de atención sobre los espacios más rentables dentro de una determinada línea de consumo elitista. Estas imágenes dialécticas se configuran, en parte, por el lugar, su fisonomía, su clima, la idea promediable de la cultura autóctona. Se suma la pauta consumista del descanso, una mejor vida, aunque sea por unos días, lejos de las urbes endemoniadas y grises.

El nuevo empresarialismo del transporte en Argentina, que genera nuevos espacios/mercancía como destino de consumo, es consecuencia del capital internacional circulante en forma de crédito, que en los años 70 fue producto del exceso de dólares como consecuencia de la crisis petrolera de Medio Oriente. Al no poder reestrablecer las relaciones comerciales que hasta ese momento habían pautado los stándares de la industria metalmecánica de posguerra, el capital debió una vez más buscar una solución espacial a la crisis de sobreproducción (en este caso financiera).

Ofrecidos a una tasa del 3%, los países de la periferia contrajeron créditos. Finalizando esa misma década, el subrepticio aumento de la tasa de interés vuelve a los países deudores insolventes para cancelar el crédito: nace la deuda externa contemporánea del tercer mundo.

Sin posibilidad de pagar, los países de la región (sus grupos hegemónicos) se vieron obligados a dejar entrar a las entidades internacionales, que arribaron crecientemente en forma de capital financiero y empresas multinacionales. Así, se gestará una nueva forma empresaria urbana que estará sostenida por alianzas entre el sector público y el privado, con especial centralismo en la inversión y desarrollo económico de sectores específicos, no necesariamente populares, y la construcción especulativa de lugares como objeto político y económico inmediato (aunque ni mucho menos exclusivo) y no en la mejora de las condiciones dentro de un territorio determinado.
En este contexto, y sumado a la paridad cambiaria peso/dólar, la ley de privatizaciones redefinirá la circulación el capital financiero dentro de la región y, como ya ha de entenderse, la ejecución material de los espacios que dicha circulación tiene como partida. Espacialmente, es la etapa del florecimiento de los countries como burbuja social y de la  estigmatización de la villa miseria como enclave de pobreza, violencia y subproducción de la sociedad.




[1] Deleuze, G.; Felix Guattari, Geofilosofía, en “¿Qué es la filosofía”, Biblioteca de Filosofía, Editora Nacional, Madrid, 2002
[2] El término imagen dialéctica pertenece en su forma original a Walter Benjamín.
[3] Harvey, D; “Espacios del capital”, AKAL, Madrid, 2007.

 

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