jueves, 26 de abril de 2012

Nuevo Regionalismo en América: (1ra. parte)

el Mercosur como herramienta del capitalismo central*

Jerónimo Montero


Introducción

El actual marco político reinante en América Latina, dista en buena medida del que recientemente ha signado para siempre la historia del subcontinente. La década del noventa ha sido la década de oro de las políticas comúnmente llamadas neoliberales, pero entrando al siglo XXI la situación decididamente ha cambiado: la ciudadanía –‘la calle’- se enfrenta abiertamente a la clase política, incluso en manifestaciones violentas de desacuerdo. En la Argentina, el amplio movimiento político que resumimos metodológicamente en las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001, generó cambios ideológicos ciertamente importantes en la población: se perdió el miedo al no pago de la deuda externa (indiscutible apenas días antes) y se señaló en forma automática al FMI como uno de los máximos responsables de la desastrosa situación socio-económica en que se encontraba el país. El neoliberalismo fue entonces identificado como un paquete de políticas económicas que llevaron al país a la ruina (incluso en términos de indicadores macroeconómicos).

La retórica política del actual gobierno justicialista es el resultado de una hábil adaptación del discurso a estos tiempos en que el consenso neoliberal ha perdido demasiados adeptos entre la ciudadanía. Pero una gran distancia separa al discurso de la realidad, tal como lo demuestra un análisis serio de las políticas económicas del gobierno, que incluso permite hallar una sorprendente similitud con aquellas que se piensan como parte del pasado reciente. A pesar de ello, el gran apoyo cosechado por el actual presidente no está en duda.

 
Nuestra investigación está impulsada en buena medida por la preocupación que implica la identificación de esa contradicción, expresada en el rechazo generalizado a las políticas neoliberales combinado con el apoyo a un presidente que continúa en esa misma línea. Consideramos que este rechazo esconde un profundo desconocimiento de los mecanismos de funcionamiento del neoliberalismo. Un claro ejemplo de ello son las inversiones extranjeras, hoy consideradas por una amplia mayoría de la población como indispensables para el crecimiento económico, y no como una herramienta del imperialismo.

El Mercosur, proyecto que reviste un amplio apoyo de la población argentina, forma parte de la batería de elementos del discurso oficial nacionalista, ya que la integración latinoamericana ha sido entendida históricamente como una reivindicación de tono antiimperialista, acompañada siempre por las figuras ya casi decorativas de Bolívar y San Martín. Sin embargo, un análisis profundo de las características reales del acuerdo, posible sólo mediante un acercamiento a los ámbitos de gestión y a la producción académica desarrollada en su entorno (en este caso el Banco Interamericano de Desarrollo), permite identificar elementos en común entre este proyecto y las políticas de desregulación y liberalización comercial multilateral. En esta investigación asumimos la hipótesis de que el Mercosur debe ser planteado como una herramienta utilizada por las empresas multinacionales para reducir sus costos de producción en la región.

En el capítulo primero, desarrollamos una breve descripción de las características de la penetración del capital extranjero en la economía argentina a lo largo de la historia. Comenzando por mediados del siglo XIX, momento generalmente considerado como el de insersión de la Argentina en la economía mundial, señalaremos de qué modo los inversores extranjeros fueron desde un principio actores políticos principalísimos, en función de los montos invertidos y de su vinculación con la clase dirigente. Nos interesa a su vez reconocer aquellos argumentos que durante casi toda la historia del país se han esgrimido para justificar la necesidad de atraer inversiones extranjeras, para de este modo abordar la década de los noventa sin hacer abstracción de la historia que ha determinado los alcances y los límites de lo ocurrido en los últimos años.

En el capítulo segundo abordamos las características de lo que se ha denominado Mercosur político. Analizando los antecedentes del acuerdo, encontramos numerosas similitudes entre sus limitaciones y aquellas que han existido en acuerdos de mayor alcance territorial. Asimismo, señalamos los problemas actuales del bloque planteando el debate acerca de si estos problemas son consecuencia de la integración de tipo neoliberal o si en realidad el origen de esos inconvenientes reside en las características del modo de producción capitalista.

La etapa histórica en que el Mercosur se concretó (1991) denota una inclinación hacia políticas más cercanas al librecambio multilateral que a la liberalización económica con énfasis en lo intra-regional. Es por eso que en el tercer capítulo analizamos las características de las políticas económicas que se impulsan a través del Mercosur. En este sentido, resulta clave el rol del Banco Interramericano de Desarrollo como formador de cuadros burocráticos que trabajan en la redacción de los acuerdos. Nuestro interés en este apartado se centra en el análisis de las formulaciones teóricas que dan lugar a la concreta redacción de los acuerdos.

Las conclusiones cierran esta investigación que, intentando escapar a la inmediatez reinante no sólo en los medios sino también en la academia, se propone ampliar la escala histórica y geográfica para abordar una problemática de relevancia actual indiscutible.

1. Las inversiones extranjeras en la Argentina

Un país es poseído por aquel que invierte en su territorio
(W. H. Taft, ex-presidente de los Estados Unidos, 1912)

Bien evidente resulta que el capitalismo debe buena parte su existencia a la expansión colonial de las potencias europeas hacia fines del siglo XV. Así, el éxito pasado y presente de las economías centrales encuentra su principal razón en la explotación de la mano de obra dentro y fuera de sus fronteras nacionales, y de los recursos naturales en todo el mundo.

A lo largo de 300 años de colonialismo (esclavismo y saqueo de recursos naturales), las burguesías industriales y los Estados más poderosos han logrado construir una División Internacional del Trabajo (DIT) que les ha permitido a las primeras apropiarse de los negocios más lucrativos allí adónde se desarrollaran, contribuyendo asimismo a generar una economía nacional fuertemente integrada y desarrollada, caracterizada por salarios relativamente altos y por un alto nivel tecnológico. Como aseguró Lenin en 1917, desde mediados del siglo XIX las inversiones externas han sido una herramienta clave para la consolidación de esa DIT, pues la “exportación de capital” constituye uno de los cinco rasgos fundamentales del Imperialismo.

La fuerte alianza que une al capital financiero con el industrial (además de su alianza con los respectivos Estados), es precisamente otra de las características de las potencias imperialistas. Así, en los comienzos del proceso de exportación de capital, la consesión de un préstamo a un país periférico estaba acompañada por una gestión gubernamental destinada a ejercer presión para la firma de acuerdos comerciales, por lo que buena parte del préstamo estaba destinado a volver al país de origen como pago por la compra de sus bienes industriales. Esta operatoria no sólo constituía un circuito perfecto para asegurar que las ganancias quedaran casi exclusivamente en el país, sino que, además, a través de la profundización del endeudamiento se fortalecía la relación de poder ya establecida mediante el préstamo inicial.

En su relación con la Gran Bretaña, la Argentina es uno de los mejores ejemplos de esta operatoria, como lo demuestra el mecanismo de financiación de la extensa red de ferrocarriles. La misma se financió en su mayoría con empréstitos británicos que cuando no eran contratados en forma directa por los gobiernos, éstos últimos otorgaban desde garantías de ganancias mínimas hasta tierras gratuitas y exenciones impositivas por largos años.1 Citando a A. G. Ford (1966), Cardozo y P. Brignoli (1981) describen el mecanismo de financiación de los ferrocarriles de la siguiente manera:

Consideremos el caso de una empresa de ferrocarriles radicada en el extranjero que incrementaba sus fondos mediante una nueva emisión en Londres. Parte de esos fondos eran empleados para comprar rieles y locomotoras británicas, expandiendo así directamente las exportaciones británicas de bienes de inversión, mientras que el resto lo transfería para financiar la construcción de las nuevas vías. Como los fondos eran gastados en el país prestatario, se producía en este último un aumento de los ingresos y, por tanto, de la compra de bienes de consumo importados, de los cuales Gran Bretaña era un abastecedor importante. De esta manera, las exportaciones británicas de dichos bienes tendían a expandirse como resultado de esa influencia indirecta (...)

Simplificando la operación, los empréstitos contratados por los gobiernos –que aceptaban que las compañías financieras fijaran la totalidad de las condiciones- tenían el destino final de volver a la Gran Bretaña como pago por la importación de sus manufacturas. En efecto, “un aumento de préstamos británicos a la Argentina hacía que ésta última incrementara sus compras de importación, especialmente aquellas provenientes de Gran Bretaña”.

Según Cardoso y Pérez Brignoli (op. cit.), la red ferroviaria “subordinó de hecho la economía argentina a los intereses británicos” (:69). Ello no sólo se debe al endeudamiento y la desventajosa relación de poder derivada del mismo, sino que además, al subordinar a todas las economías regionales al principal puerto exportador (Buenos Aires), la totalidad de la geografía económica del país se configuró en función de las necesidades foráneas. No casualmente la mayor parte de las inversiones externas tuvo como origen a Gran Bretaña, e incluso hacia 1889 la Argentina fue el destino de entre el 40 y el 50% del total de las inversiones que aquel país tenía colocadas en el exterior (Rapoport, 2003).

La explicación radica en la consolidación de la industria británica (a través de la adopción del libre comercio en 1846), lo cual generó una fuerte necesidad de materias primas y alimentos baratos que permitieran mantener la rentabilidad de los negocios de los industriales. Por esta razón, desde el período en que la Argentina recibió la primera corriente fuerte de inversiones extranjeras (presidencia de Mitre –1862) hasta la década de 1920, la mayor parte de los empréstitos estuvo destinada “a desarrollar la infraestructura que el país requería para incorporarse al mercado mundial como productor y exportador de alimentos y otros bienes de origen agropecuario” (Cardozo et al). La Argentina de esos días, aún sin ser colonia formal británica, cumplió con gran éxito el papel que el Reino Unido le asignó en su mapa de la DIT. El mismo Lenin hacía referencia a estas tierras con las siguientes palabras:

Para esta época (1917), son típicos no sólo los dos grupos fundamentales de países, los que poseen colonias y los países coloniales, sino también las formas variadas de estados dependientes, políticamente independientes desde un punto de vista formal, pero en realidad envueltos por la red de la dependencia diplomática y financiera. Como modelo de éstos citamos a la Argentina, país que se haya en una situación tal de dependencia financiera con respecto a Londres, que se la puede casi calificar de colonia comercial inglesa” (:82).

Fue así cómo, en virtud de la profunda vinculación entre la oligarquía y los mercaderes en la Argentina con las entidades financieras de la Gran Bretaña, nuestro país se especializó desde un principio en la producción de alimentos y otros bienes de origen agropecuario para el mercado internacional. Como señaló M. Peña (1975), “en verdad, el progreso argentino fue desde el comienzo un progreso con conyunda, es decir se hizo en beneficio principalísimo del capital inglés y en detrimento propiamente del desarrollo nacional –es decir interno y hacia adentro- de la economía argentina (...) La oligarquía argentina se entregó de brazos abiertos al capital británico como la mejor forma de enriquecerse ella misma sin mayores complicaciones.” Hoy, el “granero del mundo” produce alimentos para 300 millones de personas, pero 4,5 millones viven en la indigencia.

Desde el momento en que la economía argentina se insertó en el mercado capitalista mundial, el capital extranjero fue logrando rápidamente una posición privilegiada como actor político clave en el país, al punto en que bajo ninguna perspectiva analítica se ha desdeñado su peso en la historia. Esta penetración del capital extranjero está ligada a una serie de procesos que han resultado por momentos favorables a la economía del país, pero que jamás han contribuido a la consolidación de una economía nacional compleja e integrada, ni mucho menos al bienestar social. Muy por el contrario, tal como intentaremos demostrar en este capítulo, el capital extranjero ha estado ligado directamente al desequilibrio en la balanza de pagos; a la inestabilidad económica; a la oligopolización de la industria y de los servicios; y al desempleo.


1.1. Las primeras industrias

Las primeras industrias también llegaron de la mano del capital extranjero hacia comienzos del siglo XX, vinculadas en su mayor proporción a los mercados de exportación (principalmente la industria frigorífica, con la presencia de firmas como Swift y Wilson). Pero no fue sino hacia 1920 que, culminada la Primera Guerra Mundial, el país recibió una fuerte ola de inversiones dedicadas en buena medida al mercado interno y diversificadas en cuanto a las actividades en que se concentraron.

En esos años, el capital británico comenzó a perder importancia para dar paso al norteamericano, aunque hubo también grandes inversiones de capitales alemanes y franceses. Para ese entonces las multinacionales estadounidenses lideraban un proceso que podría considerarse como una nueva estrategia de estas compañías, al buscar posicionarse mejor en los mercados ‘saltando’ las barreras comerciales instalándose en el país. Desde el fin de la contienda mundial y hasta la crisis de 1930, ingresaron al país empresas como American Express, Standard Oil Co., Ford Motor y General Motors, entre otras (Rapoport, op. cit. :191), seducidas además por la estrategia de atracción de inversiones encarada por el estado argentino.

Fue precisamente en esta etapa que se manifestó un cambio que determinaría las nuevas características de la industria argentina, que se diversificó y se diferenció de su carácter de complementaria del sector agropecuario. Surgieron así nuevas ramas, principalmente la automotriz y sus derivadas2. Según Rapoport, se transformaron los métodos de producción, “con una profunda revolución técnica y organizativa que modificó las costumbres, reformó conceptos y separó a los diversos factores de producción, permitiendo el paso de la manufactura a la fábrica” (:196). Comenzaron a hacerse claramente visibles los primeros indicios de quiebre del modelo agroexportador, a la vez que “se manifestaron los primeros rasgos estructurales que darían lugar al nuevo modelo de crecimiento que tendría vigencia a lo largo de los próximos cincuenta años” (Azpiazu, Basualdo y Khavisse, 1988:15). Ese nuevo modelo de crecimiento sería la Industrialización por Sustitución de Importaciones (ISI), en el cual las inversiones extranjeras tendrían un papel predominante. Según Rapoport, ya en 1935 “la mayor parte de la industria argentina era de propiedad extranjera” (Rapoport, op. cit.).

La ISI trajo aparejado un grado de industrialización inédito en la Argentina. Las industrias se multiplicaron y el cordón industrial Rosario-La Plata llegó a concentrar cerca del 40% de la población total del país. Sin embargo, hacia 1949 afloraron con notoria crudeza las dificultades del modelo: apenas se había logrado un importante desarrollo de las industrias livianas (textil, alimentos y bebidas, metalurgias livianas), dada la fuerte dependencia de combustibles, bienes de capital e insumos intermedios del exterior.3 Las limitaciones dejaban al descubierto un problema estructural que ya se venía manifestando en períodos anteriores, y que se manifestaría incluso hasta nuestros días. El problema consiste en que el aumento de la producción industrial produce un automático disparamiento en las importaciones, dada la necesidad de importar insumos básicos e intermedios y bienes de capital, con lo que se agrava el déficit en la balanza comercial. Tradicionalmente se han sostenido tales importaciones a través de un aumento en las exportaciones agropecuarias (frecuentemente mediante incentivos como la devaluación). No obstante, en muchos casos el efecto de las exportaciones agropecuarias no ha sido suficiente, de modo que los sucesivos gobiernos han recurrido a otras dos herramientas para lograr estabilizar la balanza comercial en el corto plazo: el crédito externo (endeudamiento) y las inversiones extranjeras.

La crisis de 1949, originada por la caída en los precios de los productos agropecuarios (con cuyos recursos se había logrado equilibrar el aumento de las importaciones hasta ese momento) llevó a un drástico giro en la política económica de Perón, quien cambió su gabinete y encaró una política de atracción de inversiones extranjeras a través de la sanción de la primera Ley de Inversiones Extranjeras del país (N°14.222/53), en la que entre otras cuestiones se facilitaba la repatriación de ganancias a las multinacionales.

1.2. El Desarrollismo

No fue sino años después de la caída de Perón, durante el gobierno de Frondizi, que se dio verdadera prioridad a la atracción de inversiones extranjeras. El mismo presidente y su Ministro de Economía (R. Frigerio) entendían que había que desarrollar las industrias de base para minimizar la dependencia de las importaciones, pero recurriendo al crédito externo y a las inversiones extranjeras, terminó llevando adelante una política contraria a su proyecto original. Así, durante su presidencia el capital extranjero se consolidó como actor principal de la dinámica industrial. “Sería el gobierno «desarrollista» de Arturo Frondizi quien crearía las condiciones para la incorporación masiva de los capitales extranjeros, mayoritariamente norteamericanos, a la producción industrial de nuevos bienes intermedios, de consumo durable y a la explotación petrolífera” (Azpiazu et al, op. cit. :37). Hacia 1963, la producción industrial de las empresas extranjeras alcanzaba al 25% del total del país; la mitad de éstas se había instalado en torno a 1958 (Rapoport, op. cit.:583).

El período del desarrollismo resulta altamente representativo de los problemas vinculados a la penetración del capital extranjero a los que hiciéramos referencia al comienzo de este apartado. Dado el carácter capital-intensivo de las nuevas inversiones, su impacto sobre el nivel de empleo fue mínimo, ya que apenas llegaron a generar empleos en el orden del 4% del total de la industria. Asimismo, la consolidación del capital extranjero como actor central en esta segunda fase de la ISI produjo una verticalización de la producción y una pérdida de participación relativa de las pequeñas y medianas empresas, las cuales eran precisamente las que más demanda laboral generaban.

En este período se destacó claramente la industria automotriz, representando cerca del 30% de las inversiones ingresadas. El tipo de manejo que tuvo esta industria resulta ciertamente didáctico para dar lecciones de monopolización de mercado: de 26 empresas que operaban en 1959, sólo quedaron 9 en 1967. “La expansión automotriz de finales de la década del ’50 y principios de la del ’60 revelaría entonces un fuerte componente de desequilibrio y búsqueda de rentas oligopólicas por parte de distintos grupos empresarios.” (Rapoport, op. cit. :586)

Las multinacionales no dejaron de importar los insumos básicos y bienes de capital desde sus casas matrices, lo cual agravó el desequilibrio comercial. Asimismo, tras el ingreso de fuertes inversiones en 1959 y 1960, entre 1962 y 1966 las remesas de las multinacionales superaron ampliamente sus reinversiones (exceptuando 1963), como lo demuestra el siguiente cuadro:


CUADRO Nº1.
La IED en el balance de pagos (en millones de dólares)


AÑO
INVERSIÓN
UTILIDADES E INTERESES
SALDO
1959
244,3
40,3
+204
1960
93,5
57,0
+36,5
1961
s/d
101,9
S/d
1962
71,8
72,0
-0,2
1963
77,9
68,4
+9,5
1964
27,0
102,7
-75,7
1965
44,6
89,8
-45,2
1966
40,9
151,1
-110,2
FUENTE: Rapoport, op. cit.:584, en base a Sourrouile, J.; Kosacoff, B. Y Lucángeli, J. (1985) Transnacionalización y política económica en la Argentina. Buenos Aires.



Ambas problemáticas relativas a la balanza de pagos del país dan por tierra con uno de los argumentos que se suelen esgrimir para justificar la necesidad de atraer inversiones, cual es su contribución al equilibrio de la balanza de pagos. Tal como ocurrió en el período que estamos señalando, en el mediano y largo plazo el efecto es el contrario. Como afirman Kosacoff y Azpiazu (1989), “aunque en un primer momento, por la inversión inicial, esas radicaciones generan un balance de divisas positivo para el país, en el mediano plazo el flujo neto de capitales resulta claramente negativo, por el egreso de divisas que deriva de la remisión de utilidades, del pago de servicios tecnológicos, etc.” (:204).

Es decir que “el relativo equilibrio del sector externo continuó reposando sobre las exportaciones tradicionales y su espasmódica evolución en materia de precios” (Rapoport, op. cit.:593). Claro que el ciclo se complementó con una política monetaria y fiscal restrictiva (reducción del gasto público y de la emisión monetaria, restricciones crediticias) y con la restricción del consumo de la clase trabajadora (a través de la combinación entre el congelamiento de los salarios y la inflación).4 Es decir que la penetración de capital extranjero había permitido un desarrollo industrial un tanto más diversificado y profundo, pero el mayor grado de dependencia externa fue clara consecuencia de este proceso, a la vez que la política económica del desarrollismo, cuya máxima prioridad consistía en equilibrar la balanza comercial, generó una aceleración de la desigualdad (una caída del salario real igual al 30% en apenas un año -1959).

Tras la presidencia de Frondizi, muchas de las numerosas pequeñas y medianas firmas nacionales, mano de obra intensivas y con escasa tecnología, habían sido reemplazadas por grandes empresas capital intensivas –en buena medida multinacionales- que lograron una mayor productividad del trabajo. Así, si bien en esos años las grandes empresas (más de 300 empleados) triplicaron su participación, crearon apenas un 12% más de empleos.

1.3. La década del noventa como lección histórica

El endeudamiento externo generado durante la dictadura militar y profundizado por el menemismo con el objeto de mantener la paridad cambiaria, ha jugado su rol como doble herramienta del capital externo para obtener recursos directos por el pago de intereses y servicios de la deuda, y como elemento de presión política desde los organismos financieros internacionales para la aplicación de planes de ajuste estructural, que implicaron entre otras cosas una violenta desregulación de las actividades de los inversores extranjeros. Así, la década del noventa fue la década de oro para los inversores extranjeros. El Estado licitó sus más importantes empresas y a la par de ello cedió a prácticamente todas las exigencias de los actores económicos extranjeros: flexibilización laboral, recortes impositivos, eliminación de organismos de contralor, estabilidad cambiaria, desregulación financiera, liberalización comercial, etc. Gracias a ello, y en virtud también de sus métodos de contratación de empleados y de fijación de precios oligopólicos, las multinacionales están hoy en condiciones de prácticamente fijar sus ganancias anuales.

Al referirnos entonces a la década del noventa, una vez más los datos revelan que la significativamente mayor participación de empresas extranjeras en la economía del país estuvo ligada a la oligopolización de las distintas ramas productivas, al desempleo y a la concentración económica. Según el diario La Nación (9/5/99, citando a la CEPAL) mientras en 1990 el capital externo manejaba el 33% de la industria, en 1995, apenas cinco años después, controlaba nada menos que el 50%. Ello constituye ciertamente un fenómeno sin precedentes en la historia del país (y de buena parte del mundo). Un estudio del INDEC (2002)5 en el que se analiza a las 500 empresas no financieras más grandes del país, no deja lugar a dudas al respecto. En 1993, el 44% de las 500 empresas más grandes tenían participación extranjera (de ellas, el 51,2% con participación extranjera mayoritaria), mientras que en el 2000 el porcentaje llegaba al 62,8%. En cuanto a su participación en el total de producción de la economía, en 1993 contribuyeron con el 60%, mientras que en el 2000 alcanzaban ya el 79,4%.

El impacto de esta mayor participación de capitales extranjeros sobre el empleo debe ser estudiado para el conjunto de las 500 empresas. A pesar de que la producción total de las mismas se incrementó en un 40,3%, se perdieron 50 mil puestos de trabajo, es decir casi un 10% del total de su fuerza laboral. En efecto, todas las empresas del panel incrementaron la productividad del trabajo, pero las firmas con participación extranjera superaron a las nacionales con un incremento del 30,9% frente a uno de 19,5%.

En un excelente artículo publicado en el año 2000 por el periódico Página/12 (23/04/00), el economista M. Montenegro alertaba sobre el poder de las multinacionales:

Si se mira en las 500 mayores empresas del país (tanto de servicios como industriales), las multinacionales son más capital intensivas que sus competidoras locales. Visto por la relación activos/empleo, esto significa que por cada millón de dólares de activos crean 2,8 puestos de trabajo, mientras que con la misma inversión una firma local emplea el doble.

Y aclara luego:

Las multinacionales de la industria que compraron algunas de las principales firmas locales del sector despidieron a más del 25 por ciento del personal en los últimos años.

El economista M. Schorr (2000) analiza en profundidad las características y consecuencias de la penetración de empresas multinacionales en esos años.6 Refiriéndose a las empresas de esta “elite manufacturera” y en menor medida al conjunto de la industria, señala que en los años noventa “parecen haberse consolidado dos de los rasgos estructurales que han caracterizado y condicionado la performance agregada del sector durante el último cuarto de siglo: una creciente concentración de la producción industrial en un núcleo sumamente reducido de grandes empresas oligopólicas, en el marco de un patrón de distribución del ingreso cada vez más desigual y regresivo”, proceso éste que, vale decir, comenzó a fines de los setenta a través de las políticas económicas implementadas por la última dictadura militar (:156).

La mayor participación de inversores extranjeros está claramente vinculada a estos “rasgos estructurales” del sector industrial argentino. El quiebre de numerosas empresas de capitales locales frente a la competencia extranjera ha sido una consecuencia directa de esta profundización de la oligopolización del mercado. Es decir entonces que las multinacionales no sólo han despedido personal cuando se trató de inversiones en fusiones y adquisiciones, si que en el balance global, la atracción de una inversión extranjera puede implicar en un principio la creación de una determinada cantidad de puestos de trabajo, pero con el tiempo la quiebra de las empresas locales del rubro, y la de las tradicionales proveedoras de insumos, genera un desempleo que termina por superar ampliamente los puestos de trabajo generados originalmente, ya que, como se ha dicho, las empresas extranjeras son capital-intensivas, mientras que las PyMES, en cambio, son las verdaderas generadoras de empleo.

En los últimos diez años, México se ha convertido en un caso invalorable para analizar las consecuencias de la penetración del capital extranjero sobre una economía periférica. La proliferación de las maquiladoras, que al día de hoy concentran el 55% de las exportaciones manufactureras mexicanas (Presidencia de la República de México, 2006), ha profundizado la dependencia del sector de insumos importados. Los insumos nacionales en las maquiladoras rondan apenas el 3% (INEGI, 2000), lo cual se explica considerando que el 77% de los establecimientos son de capitales extranjeros. En aquel país no sólo han quebrado numerosas empresas que han sido desplazadas por las multinacionales, sino que además al importar prácticamente la totalidad de los insumos, el impacto de las nuevas empresas ha sido negativo también para los proveedores tradicionales de insumos de las firmas locales. Como señala Huerta (2001), a pesar del gran crecimiento observado por las exportaciones manufactureras en nuestro país, se presenta un claro proceso de desindustrialización, de rompimiento de cadenas productivas, altos coeficientes de importación y déficit de comercio exterior crecientes... La presencia de empresas maquiladoras, así como el mayor componente importado de las exportaciones, no ha impacta sobre los mayores efectos multiplicadores internos, ni sobre el propio sector externo (…) Ha sido a costa de destrucción de procesos productivos industriales y agrícolas, de quiebra masiva de empresas, de mayores niveles de concentración, centralización y extranjerización de la producción, de aumento de desempleo, de aumento de la economía informal...” 

Volviendo al caso de la Argentina, la privatización de empresas estatales que pasaron a manos extranjeras es otro de los indicadores que revelan la conflictiva relación entre las inversiones extranjeras y la creación de trabajo. La empresa española Telefónica S.A., compradora de la estatal ENTEL, encaró desde un principio una política de reducción del personal. Así, entre 1990 (momento de la privatización) y 1996, redujo su cantidad de empleados en un 34,4% (con una pérdida de 7490 puestos) (MECON, 2002). Por su parte, el ejemplo de Aerolíneas Argentinas (comprada por la española Iberia y por un grupo de capitales locales y extranjeros en 1990), resulta aún más elocuente: desde el inicio de actividades (1991) hasta 1997, redujo su personal en un 50,9% (con una pérdida total de 5090 puestos).

Finalmente, el ejemplo más claro de lo antedicho resulta la empresa más grande del país: Repsol YPF. En 1999, la española Repsol compró YPF por una suma que –se dice extraoficialmente- logró recuperar en apenas dos años, lo que por cierto seguramente constituye un récord histórico a nivel mundial, y que a su vez se explica por la inexistente inversión en exploración. Años antes, en 1994, la empresa había sido privatizada. La primera medida que tomó aquella nueva gestión es bien conocida: esos miles de despidos originaron nada menos que el movimiento piquetero (en las provincias de Salta y Neuquén).

Al cruzar los datos acerca del crecimiento de los flujos de Inversión Extranjera Directa durante los noventa con los indicadores socio-económicos (niveles de empleo y de pobreza), resulta fácil demostrar que un cuantioso crecimiento del flujo de IED no implicó de modo alguno mayor bienestar para la sociedad. El promedio anual de IED en la Argentina entre 1990 y 1995, fue de 3.457 millones de dólares; para 1995-2000 pasó a ser de 11.561, multiplicándose por 3,3 (CEPAL, 2004).7 Durante esos mismos años, el desempleo creció del 6 al 16,4% (INDEC, 1993 y 2004), y la pobreza (1994-2002) aumentó del 16,1% al 45,4% (UNCTAD, 2004).

1.4. Las inversiones y el Área de Libre Comercio de las Américas

Venga a invertir en Tucumán. Tucumán es trabajo y producción
(Aviso publicitario, octubre de 2005)

Durante las últimas dos décadas, las corporaciones multinacionales han ganado cada vez más espacio en los ámbitos de las decisiones públicas. No sólo lo han hecho en forma directa trabajando codo a codo con cada gobierno, sino también a través de organismos como el FMI y la Organización Mundial de Comercio (OMC) (previamente llamada Acuerdo General sobre Comercio y Aranceles Aduaneros –GATT- hasta 1995).

No es sino de esta manera que las corporaciones trasnacionales han logrado desmantelar los elementos básicos del Keynesianismo y el Estado de Bienestar, en favor de las políticas subsidiarias del sector privado. El laboratorio de estas políticas fue Chile, pero mientras en el vecino país fue necesaria la instalación de una dictadura militar para aplicar esas políticas, tanto en Estados Unidos como en el Reino Unido las mismas encontraron un lugar dominante en los ámbitos de gestión a través de la creación de consenso democrático. En palabras de Harvey (2005) refiriéndose al giro de la política económica británica a partir de la administración Tatcher, “esto significó enfrentar al poder de los sindicatos, atacar todas las formas de solidaridad social (...), desmantelar o hacer retroceder (rolling back) los principales logros del estado de bienestar, privatizar empresas públicas (incluyendo los programas de viviendas sociales), reducir impuestos, fomentar la iniciativa privada, y crear un clima de negocios favorable para inducir el flujo de inversiones extranjeras.”

En nuestros días no se trata de abrir las puertas al capital externo, sino además de seducirlo brindándole seguridad jurídica. Estas consideraciones han llegado a un extremo tal que los Estados nacionales, provinciales y/o municipales se lanzan hoy a una feroz competencia por atraer inversiones, ofreciendo todo tipo de incentivos. En su libro sobre el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), el economista argentino E. Arceo (2002) cita numerosos ejemplos de ello: en 1991 Auto Europa (Ford Volkswagen) creó una planta en Setúbal, Portugal. El hecho que decidió entre esta localización y las otras propuestas (Reino Unido y España) fue un aporte por Portugal de 484 millones de dólares frente a una inversión por la compañía de 2603 millones de dólares. La implantación de una planta de Mercedes Benz, disputada por varios estados norteamericanos se efectuó finalmente, en 1993, en Tuscoloosa, Alabama, con un aporte por el estado de 250 millones para una inversión por la empresa de 300 millones. La creación por parte de Mercedes-Benz-Swath de una planta en Hamlach, Lorena, disputada por Francia, Bélgica y Alemania, se decidió en virtud de un aporte de 111 millones  frente a una inversión por la empresas de 370 millones (UNCTAD, 1995. World Investment Report).

Los documentos preparados por la Casa Blanca para la IV Cumbre de las Américas lo establecen sin dejar lugar a dudas: el estado no debe crear empleo, debe generar las condiciones necesarias para que el sector privado lo genere; “los gobiernos deben crear un ambiente institucional que fomente los negocios y las inversiones”, mientras que “la creación de trabajo se dará mediante el crecimiento económico y el desarrollo del sector privado” (Maisto, 2005). Ello implica todo tipo de exenciones impositivas, eliminación de los requisitos de desempeño y trato nacional a las multinacionales, flexibilización laboral, etc.

El texto del ALCA despeja todas las dudas acerca del fin que persiguen las constantes presiones para subsidiar al capital privado y abrir las puertas al capital extranjero. En el mismo se establece que las empresas de un Estado Parte podrán iniciar demandas a los estados cuando consideren inapropiadas las políticas regulatorias de esos Estado, ante lo cual pueden alegar trato discriminatorio (en relación a un inversor nacional del Estado en cuestión), medida equivalente a una expropiación, etc. Ante la querella se formaría un tribunal arbitral, compuesto por abogados “expertos en comercio” que se basarían exclusivamente en las disposiciones legales del ALCA, sin reconocer en absoluto las legislaciones públicas correspondientes.

La progresiva formulación y adopción de esta legislación paralela, estas verdaderas constituciones privadas a las que deben someterse los gobiernos elegidos democráticamente, expresa el absoluto extremo de las intenciones de las empresas más grandes del mundo.

Más allá que el Mercosur es hoy sostenido mediante un discurso de tono elevado contra las potencias centrales y las políticas neoliberales, no se debe perder de vista que fue en este marco inéditamente favorable a los negocios que tuvo su origen.

2. El Mercosur Político

El 26 de marzo de 1991, los gobiernos de Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay firmaron el Tratado de Asunción, documento que dio origen al Mercado Común del Sur (Mercosur), el cual entró en vigencia el 29 de noviembre del mismo año. Tras un breve período de adaptación, el primer día de 1995 las economías de estos países comenzarían a funcionar como un mercado común.

Se cumplieron recientemente quince años de la firma del Tratado. A los cuatro miembros plenos originales se les ha sumado Venezuela, a la vez que Chile y Bolivia son miembros asociados y México es miembro observador.

Resulta sorprendente descubrir el amplio espectro ideológico que cubren las investigaciones y los programas políticos que abogan por la profundización del Mercosur. Académicos de derecha y de centro izquierda, periódicos oficialistas y opositores, apoyan el proceso de integración. Los gobiernos progresistas del sur de América Latina se valen del mismo para incrementar su popularidad: la necesidad de profundizar el Mercosur fue lema de campaña de Lula en Brasil, y en Argentina Kirchner no se quedó atrás, pues su discurso fue más radical en ese sentido. El discurso integracionista resurgió con fuerza tras un letargo de varios años.

La explicación de tal ‘resurgimiento’ se podría encontrar en las dificultades en el sector externo que enfrentan estos países, pero también a la profunda legitimidad que el sentido de unión latinoamericana ha revestido históricamente en el sur del continente. La integración podría ser incluso descripta como algo similar a una “carta en la manga” de todo gobierno latinoamericano, siempre acompañada por las figuras ya casi decorativas de los libertadores Bolívar y San Martín.

Sin embargo, la abundante producción académica y periodística, sumada a la grandilocuencia de los discursos oficiales pro-integracionistas en Argentina y Brasil, no guardan relación alguna con la situación real del bloque a nivel interno. El período de liberalización comercial progresiva que culminaría en diciembre de 1994 con arancel cero y bajo la inexistencia de trabas al comercio, se extiende hasta nuestros días. Desde la adopción del Arancel Externo Común (AEC) en 1994, el Mercosur es una mera Zona de Libre Comercio con graves imperfecciones. A su vez, los mecanismos compensatorios para evitar que los efectos negativos se concentren en los miembros más pequeños (Uruguay y Paraguay) son inexistentes.

Pero los fracasos del Mercosur no son una historia nueva, sino que se trata más bien de un nuevo capítulo de una larga historia de intentos integracionistas. Así, la debilidad del proceso Mercosur guarda una relación de asombrosa similitud con los antecedentes de integración en América Latina.

2. El Mercosur Político

El 26 de marzo de 1991, los gobiernos de Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay firmaron el Tratado de Asunción, documento que dio origen al Mercado Común del Sur (Mercosur), el cual entró en vigencia el 29 de noviembre del mismo año. Tras un breve período de adaptación, el primer día de 1995 las economías de estos países comenzarían a funcionar como un mercado común.

Se cumplieron recientemente quince años de la firma del Tratado. A los cuatro miembros plenos originales se les ha sumado Venezuela, a la vez que Chile y Bolivia son miembros asociados y México es miembro observador.

Resulta sorprendente descubrir el amplio espectro ideológico que cubren las investigaciones y los programas políticos que abogan por la profundización del Mercosur. Académicos de derecha y de centro izquierda, periódicos oficialistas y opositores, apoyan el proceso de integración. Los gobiernos progresistas del sur de América Latina se valen del mismo para incrementar su popularidad: la necesidad de profundizar el Mercosur fue lema de campaña de Lula en Brasil, y en Argentina Kirchner no se quedó atrás, pues su discurso fue más radical en ese sentido. El discurso integracionista resurgió con fuerza tras un letargo de varios años.
La explicación de tal ‘resurgimiento’ se podría encontrar en las dificultades en el sector externo que enfrentan estos países, pero también a la profunda legitimidad que el sentido de unión latinoamericana ha revestido históricamente en el sur del continente. La integración podría ser incluso descripta como algo similar a una “carta en la manga” de todo gobierno latinoamericano, siempre acompañada por las figuras ya casi decorativas de los libertadores Bolívar y San Martín.

Sin embargo, la abundante producción académica y periodística, sumada a la grandilocuencia de los discursos oficiales pro-integracionistas en Argentina y Brasil, no guardan relación alguna con la situación real del bloque a nivel interno. El período de liberalización comercial progresiva que culminaría en diciembre de 1994 con arancel cero y bajo la inexistencia de trabas al comercio, se extiende hasta nuestros días. Desde la adopción del Arancel Externo Común (AEC) en 1994, el Mercosur es una mera Zona de Libre Comercio con graves imperfecciones. A su vez, los mecanismos compensatorios para evitar que los efectos negativos se concentren en los miembros más pequeños (Uruguay y Paraguay) son inexistentes.

Pero los fracasos del Mercosur no son una historia nueva, sino que se trata más bien de un nuevo capítulo de una larga historia de intentos integracionistas. Así, la debilidad del proceso Mercosur guarda una relación de asombrosa similitud con los antecedentes de integración en América Latina.

2.1. Antecedentes de la integración latinoamericana


El Congreso Anfictiónico Bolivariano, convocado por Simón Bolívar y desarrollado en 1826 en Panamá, se convirtió con los años en el primer hito de la larga historia de intentos de integración en América Latina. Ya desde entonces la Casa Blanca marcó cierto recelo para con los planes nacidos en el sur, por lo que varios años después presentó su “Panamericanismo” (en Washington, en 1989).

Tras varias idas y venidas entre las Cumbres Panamericanas y demás reuniones de países latinoamericanos, en 1947 Washington se anotó un enorme logro tras más de medio siglo de intentos: se formó la Organización de Estados Americanos (OEA), dando un paso fundamental hacia la consolidación de su proyecto político para el continente, y estableciendo la sede central del organismo en su ciudad capital.

De la mano de la OEA, en 1948 la Organización de las Naciones Unidas creó la oficina regional para América Latina: la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL). Desde el comienzo, los teóricos de la CEPAL (con el argentino Raúl Prebisch a la cabeza) jugaron un papel decisivo en la búsqueda y construcción de proyectos de integración latinoamericana, considerándola como “un factor decisivo para el desarrollo de la región” (CEPAL, 1965).

Su abundante producción académica hizo repetido hincapié en los beneficios que la integración económica traería para los países latinoamericanos, como estrategia para ampliar mercados para industrias en pleno desarrollo y expansión en buena parte del subcontinente. Ya que la CEPAL llegó a influir en las decisiones de los gobiernos de turno, no fue sino tomando sus recomendaciones que el 18 de febrero de 1960 los gobiernos de la región formaron el Área Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC), que desde entonces agrupó a todos los países de América del Sur (exceptuando a las Guayanas) más México (es decir más del 90% de la economía y la población de la región), y en 1980 pasó a llamarse Asociación Latinoamericana de Integración (ALADI).

En el Tratado de Montevideo de 1960, origen de la ALALC, los gobiernos se proponían entre otras cosas: “asegurar un mejor nivel de vida para los pueblos” de la región; “aunar esfuerzos en favor de una progresiva complementación e integración de sus economías, basadas en una efectiva reciprocidad de beneficios”, para lo cual se debía “compensar convenientemente (...) la situación especial de los países de menor desarrollo económico relativo”; y “establecer un mercado común latinoamericano”. Más de 45 años después, ninguno de estos objetivos fue alcanzado, y para el caso del segundo en particular el resultado fue claramente contrario. Como asegura Sukup (1999 :83), “los proyectos de integración puestos en marcha desde los años 50, no han producido, hasta la fecha, sino pocos éxitos y muchas decepciones”. Así, la liberalización del comercio según criterios de libre mercado no hizo otra cosa que acentuar las diferencias entre sus socios, generando “una suerte de nueva división Norte-Sur en el seno de estos grupos”, pues los beneficios tendieron a concentrarse en “los tres grandes”: Argentina, Brasil y México, mientras los socios más pequeños debieron enfrentar los costos.

El Tratado a su vez planteaba rebajas arancelarias anuales del orden del 8%, pero los plazos fueron pospuestos una y otra vez, y hasta el día de hoy no han sido cumplidos en su totalidad.

En agosto de 1980 se sustituyó a la ALALC por la Asociación Latinoamericana de Integración (ALADI), pero en un contexto de recuperación del comercio exterior de los países involucrados, el fracaso fue aún más rotundo. Como asegura Tamames (1993):

El análisis de la evolución de la ALALC y de la ALADI indica que los países de la región atribuyen mayor importancia a los procesos de acercamiento de sus economías cuando se enfrentan a dificultades muy graves en su sector externo. Pero superadas o paliadas esas dificultades, vuelven a concentrar la atención en sus transacciones con el resto del mundo (:326).

2.2. Mercosur, 15 años después


La firma del Tratado de Asunción en 1991 fue seguida de una inmensa cantidad de publicaciones académicas acerca de las características y ventajas del acuerdo. Uno de los autores que ha estado desde un principio a la cabeza de quienes lo apoyan es el argentino Aldo Ferrer. Según este economista, la firma del Acta de Foz de Iguazú entre Argentina y Brasil generó “un nuevo encuadre (que) liberó las fuerzas centrípetas observables entre naciones que comparten un espacio geográfico. La vecindad genera fuerzas potenciales de acercamiento derivadas de factores tales como los menores costos de transporte, el conocimiento recíproco y las afinidades culturales” (:43).

Sin embargo, nos atrevemos a asegurar que, muy por el contrario, lo que existe en el contexto del Cono Sur es principalmente competencia entre países vecinos.


Bien vale traer a colación, en este segmento de nuestro trabajo, dos hechos recientes cuya contundencia resulta lapidaria a este respecto, y que ciertamente pueden refutar las palabras de Ferrer: el enfrentamiento entre Argentina y Uruguay por la instalación de dos plantas procesadoras de celulosa de capitales europeos; y la adopción, en febrero de este año (2006), de un Mecanismo para limitar el comercio intra-zona (Mecanismo de Adaptación Competitiva).

La intención de dos empresas de origen europeo de poner en funcionamiento dos plantas de tratamiento de celulosa para fabricar papel sobre la margen oriental del río Uruguay, generó una reacción muy importante en las poblaciones del lado argentino, ya que la actividad de las plantas contaminaría las aguas del río compartido. Aprovechando la legitimidad del reclamo, el gobierno argentino se puso a la cabeza de los reclamos, a pesar de que sobre el mismo río, del lado argentino, existen más de 10 plantas de tratamiento de celulosa de características similares. El ejecutivo uruguayo reaccionó aduciendo que la Argentina pretende frenar el desarrollo de su país al bloquear la actividad de inversores extranjeros, entonces la problemática se elevó al status de cuestión de Estado. Una lectura profunda de la situación, permite entender claramente por qué el gobierno argentino se muestra intransigente respecto a la instalación de “las papeleras”: la producción de estas plantas europeas afectaría de manera particular al principal holding de medios de comunicación de la Argentina (el Grupo Clarin), que mantiene prácticamente el monopolio del papel de diario en el país. La activa gestión del gobierno de Kirchner apunta principalmente a proteger el negocio de las papeleras instaladas en el país, principalmente a “Papel Prensa”, que a su vez pertenece a grupos que ejercen un enorme control sobre la opinión pública. Una vez más, las inversiones extranjeras generan competitividad entre dos países vecinos, a pesar de la supuesta integración (o al menos voluntad de integración) de ambas economías. De hecho, el desencanto del Uruguay con el Mercosur va más allá del conflicto particular de las papeleras (a pesar de la importancia que reviste): la arrogancia con que Argentina y Brasil negocian sus propias reglas de comercio dentro del bloque, ha llevado al gobierno progresista de Tabaré Vázquez a amenazar con tomar la decisión unilateral de negociar un Tratado de Libre Comercio (TLC) con Estados Unidos, poniendo en peligro de este modo la subsistencia del Mercosur.

Por otro lado, si bien el Tratado de Asunción establece que los mecanismos de salvaguardias no podrían aplicarse después del 31 de diciembre de 1994, el pasado mes de febrero los gobiernos de los cuatro países firmaron un acuerdo para adoptar un Mecanismo de Adaptación Competitiva (MAC), que permite recurrir a salvaguardias de tres años de duración (con opción a un año de prórroga). El artículo 5 del anexo IV del Tratado de Asunción lo decía claramente: “en ningún caso la aplicación de cláusulas de salvaguardia podrá extenderse más allá del 31 de diciembre de 1994”, y de hecho hasta la firma del MAC las salvaguardias eran de un año.

Mientras la Unión Industrial Argentina apoyó la medida, la Federación de Industrias del Estado de San Pablo (FIESP) y la Confederación Nacional de Industrias del Brasil (CNI) criticaron duramente a su gobierno por la adopción de lo que, entienden, “es un paso atrás en la integración”. Es éste un hecho clave para comprender la situación actual del bloque. Esta fuerte confrontación de intereses entre el sector privado de cada uno de los países, ante una concreta limitación a la libre circulación de bienes, da cuenta de una diferencia de intereses que se encuentra en la base de la relación y que, por ende, es una dificultad estructural para la formación de un bloque económico. La CNI califica la actualidad del Mercosur en términos contundentes: indisciplina comercial, marasmo en la mesa de negociaciones, iniciativas unilaterales que vienen marcando los problemas internos, prórroga de los plazos, etc. De este lado de la frontera, en una entrevista que nos concediera en noviembre pasado, una funcionaria de la Dirección Mercosur de la Cancillería Argentina, Silvia Warckmeister, fue más contundente aún: “El Mercosur hace cuatro años que está estancado, y cuatro años para un proyecto que lleva quince... es mucho tiempo” (24/11/05).

La reacción del gobierno progresista de Lula da Silva frente al anuncio de Bolivia de renegociar los contratos con las petroleras extranjeras (anuncio mal llamado “nacionalización” de los hidrocarburos) no correspondió por cierto a la actitud que podría esperarse de un país socio. Incluso las petroleras más importantes que operan en el país reconocieron que el precio pagado al Estado por la explotación de los hidrocarburos era realmente muy bajo, y de hecho cuatro días después de la medida anunciaron que mantendrían sus operaciones en el país andino. Sin embargo, las presiones ejercidas por el gobierno de Brasil llevaron incluso a la dimisión del Ministro de Hidrocarburos de Bolivia (responsable de la medida). La empresa brasileña busca mantener sus cuantiosos beneficios a costas del abierto saqueo de los recursos energéticos del país vecino, sostenido por un acuerdo fraudulento. Está claro que el Estado brasileño defenderá a las empresas de bandera verde-amarella aunque ello implique enfrentarse abiertamente a un país socio.

2.3. La integración ¿Neoliberal?

Desde muchos ámbitos progresistas se suele criticar a la integración neoliberal, haciendo alarmante abstracción del contexto histórico y geográfico. Sin embargo, una perspectiva de larga duración demuestra que estos hechos, que poco tienen de anecdóticos (como lo son los avances del proceso), refuerzan el interrogante acerca de si es posible o no la integración bajo la lógica capitalista; más aún en un contexto periférico, y por ende dependiente en gran medida del mercado mundial (inversiones extranjeras, crédito internacional, exportaciones, etc.).8

El referido economista Ferrer, dedica decenas de páginas a la crítica del rumbo seguido por el proyecto y a los cambios que es necesario operar, detallando una serie de cuatro “requisitos propios para el éxito de la integración”: 1) autodeterminación de los estados miembro; 2) equilibrios sociales; 3) convergencia de las estrategias nacionales; y 4) afinidades en la visión del mundo (:44). Apenas unas páginas después, el mismo autor desarrolla una serie de “pecados capitales” que los países han seguido a lo largo del proceso: dependencia; pobreza y exclusión social; asimetrías en las estrategias nacionales; y divergencias en la inserción internacional. Es decir que, habiendo transcurrido veinte años desde la firma de los primeros acuerdos y quince del Tratado de Asunción, ninguno de los cuatro requisitos para el éxito del proyecto es una realidad. Una contextualización histórica y geográfica más amplia da cuenta de que la dependencia externa, la desintegración de la economía nacional y la desigualdad en la distribución del ingreso, son marcas registradas de nuestros países desde su propia aparición en la escena internacional,  porque estos “pecados capitales” son requisitos propios para el éxito del capitalismo.

Es decir entonces que el fracaso de los acuerdos de integración reside en las características del funcionamiento de la economía capitalista. En un contexto periférico en el que las economías son en gran medida dependientes de las inversiones extranjeras, el anuncio de una inversión en la zona genera automáticamente una feroz competencia entre espacios por atraer esa inversión. No hay modo de encontrar, entonces, esas “fuerzas centrípetas” que pondrían en marcha la integración.

La competencia genera problemas incluso en la coordinación de posiciones comunes en foros internacionales, ya que Brasil viola sistemáticamente el principio de negociación en bloque, pues tiene objetivos y peso propios en el concierto de la economía mundial. Por iniciativa de aquel país, el Mercosur tiene en la actualidad una agenda externa de negociaciones con más de 30 países y bloques de países. Esta ampliación de la agenda ha venido de la mano de una profundización de los problemas internos. Según Warckmeister, Itamaraty dilata las negociaciones internas al ampliar la agenda externa del Mercosur. Asimismo, este país estuvo a la cabeza del grupo de los 20 países que hicieron fracasar la Reunión Ministerial de la OMC en Cancún (2003). Así lo entendieron Estados Unidos y la UE, que en diciembre pasado, días antes de la Reunión de Hong Kong, convocaron a Brasil a una reunión secreta tripartita bajo el lógico auspicio de la OMC. Una reunión similar (a la que se sumaron Pakistán, China y la India) se realizó en marzo pasado en Londres, con el fin de reflotar las negociaciones de la Ronda Doha. Es así que Brasil está ejerciendo una enorme influencia en las negociaciones comerciales multilaterales, pero su unilateralidad no está siendo cuestionada por los restantes miembros del Mercosur. En aquellas negociaciones, Brasil ofrece liberalizar los aranceles industriales, lo cual implicaría una abierta violación del principio de negociar en bloque. En cambio, el anuncio de Uruguay de iniciar posibles negociaciones comerciales con Estados Unidos recibió duras críticas desde las cancillerías de Brasil y Argentina. De hecho, el estancamiento de las negociaciones del ALCA fue resultado de la exclusiva voluntad de Itamaraty, pues los restantes países proponían continuar en la búsqueda de un arreglo más favorable.

El énfasis en el Mercosur que ponen los actuales gobiernos del Cono Sur, está relacionado a la creación de un panorama político (en el que participan, naturalmente, los medios de comunicación) que pretende hacer hincapié en los condicionantes externos al crecimiento de la economía y el bienestar de la sociedad: el endeudamiento externo, las presiones del FMI, el proteccionismo de los mercados del norte, etc. A comienzos del resurgimiento del discurso pro-Mercosur, hacia 2002/2003, los gobiernos dejaban una fuerte sensación de confrontación con las economías centrales, alegando que había que aunar esfuerzos para enfrentarlas en una posición de mayor poder en cada negociación comercial. Sin embargo, vale señalar una vez más que existe un verdadero abismo entre las características reales del Mercosur y el discurso oficial que lo sustenta. A demostrar estas cuestiones está dedicada la siguiente sección.


1 La Ley Mitre de 1907 sería un lamentable ejemplo: se fomentaron más inversiones en ferrocarriles mediante concesiones inauditas al capital foráneo; se eximía a los inversores del pago de todo impuesto nacional, provincial o municipal, y se les imponía una obligación única del 3% sobre sus ganancias netas.
2 En el caso de la industria automotriz, se redujeron significativamente los aranceles de importación de autopartes para favorecer la atracción de inversiones.
3 Según Rapoport, incluso la industria automotriz era “poco más que un taller de ensamblado de partes importadas” (op. cit. :321), como el caso de la Ford Motor Co., que recién en 1959 comenzó a producir automotores en el país.
4 Durante 1959, los salarios se mantuvieron prácticamente sin aumentos a pesar de una inflación del 100%.
5 INDEC (2002) Grandes empresas en la Argentina. Ministerio de Economía, Presidencia de la Nación.
6 Schorr, M. (2000) Principales rasgos de la industria argentina tras una década de ajuste estructural. En Realidad Económica, N°170, pp. 123-158. IADE. Buenos Aires
7 Para permitir una comparación vale decir que durante el anterior período de fuerte atracción de inversiones, entre 1976 y 1983, ingresaron inversiones 2por un promedio de 2.207 de dólares al año (CEPAL, 1989:173).
8 Vale recordar que según el BID (2002), en los últimos años la inestabilidad cambiaria en los países del Mercosur fue “la más alta del mundo”. Ello constituye, por cierto, una debilidad estructural propia de cada uno de los países miembro, que no deja dudas respecto a la continuación de la dependencia económica.



* El presente trabajo constituye una versión mejorada del informe final de la beca de investigación (categoría estudiante avanzado) otorgada por la Secretaría de Ciencias e Innovación Tecnológica de la Universidad Nacional de Mar del Plata (Agosto 2005 a julio 2006). Agradezco profundamente al Lic. Roberto Benítez por dirigir la investigación, y a la Lic. Ana María Liberali y el Prof. Omar H. Gejo por sus valiosos comentarios y por su permanente intercambio de ideas y su indispensable y desinteresado apoyo. Asimismo, vaya el mayor de los agradecimientos a los trabajadores y trabajadoras de la Argentina, que con su esfuerzo diario financian las actividades de las Universidades públicas: a ellos y ellas dedico el resultado de la investigación.

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