jueves, 24 de mayo de 2012

Argentina en el comercio mundial (1ra. parte)


Omar Horacio Gejo
Ana Laura Berardi


La ideología del imperialismo

Ya han transcurrido dos décadas del desmoronamiento de la geografía política socialista euroasiática. Este hecho dejó atrás una materialización definitivamente consolidada tras la  Segunda Guerra Mundial que cubrió casi medio siglo de historia. La “Caída del Muro”  implicó el fin del Orden de Posguerra e inmediata y prematuramente comenzó a hablarse del Nuevo Orden Internacional, que coincidía con la aparente supremacía indiscutida de los EE.UU. y que se caracterizaba por aquellos años como un mundo unipolar, unilateralmente signado por los dictados del establishment de Washington. Tal era el cariz de los acontecimientos que precisamente estos dictados adquirieron una denominación incontestable, Consenso de Washington, un catálogo de medidas económico-políticas, a la sazón, una verdadera ‘hoja de ruta’ internacional. Este consenso había sido abonado por las respuestas a la crisis de los años setenta, incubadas en las principales geografías capitalistas del planeta: en el contexto europeo, la réplica conservadora británica –la experiencia thatcherista- y en el teatro norteamericano, la etapa republicana -la era reaganiana-, que marcó la década del ochenta[1] .

Pero es indudable que la restauración del capitalismo en las geografías socialistas, a fines de los años ochenta, desencadenó, definitivamente, la ofensiva capitalista “urbi et orbi”[2]. Esta ofensiva se tradujo, se manifestó, en un par de caracterizaciones de época: el “neoliberalismo” y la “globalización”. La primera de las caracterizaciones se ciñe bastante al recorrido de las citadas experiencias conservadoras, siendo particularmente la de Margaret Thatcher el exponente más puro de este ideario. La segunda caracterización, en tanto, se corresponde mejor con el vacío político que dejó precisamente la desaparición del “mundo comunista”[3]. Las dos conforman un binomio macizo, verdaderos referentes pues de la ideología del imperialismo de los últimos tres decenios. Su domino abrumador, por su parte, es una clara muestra de la desigualdad material a ultranza, es decir, política, establecida en el plano de las ideas[4].



Argentina en este contexto

Argentina ingresa tempranamente en este período. La instalación de la dictadura a mediados de los años setenta, precedida por el desarrollo de un fallido y feroz ajuste –conocido como el “Rodrigazo”- durante el tercer gobierno justicialista, nos colocó a los argentinos en la definida sólo tiempo después como la senda “neoliberal”[5].

Es en el terreno de la discusión económica en el que podríamos decir que allí se clausura la etapa industrial, mercado-internista. La ideología del establishment descalifica a ese período al que asocia sustantivamente a la decadencia nacional, por lo menos cuando ésta es medida en términos del  marcado retroceso de las exportaciones argentinas en el mercado mundial[6]. Las ideas del supuesto carácter cerrado de la economía nacional, de verdadero aislamiento que padecería y de la concomitante falta de competitividad de su producción permearon todo ese período. Esto iba acompañado, además,  del presunto sofocamiento del mercado por el Estado. Como se ve, una cartilla clásica de los conservadores para este momento de retroceso de los enfoques preexistentes resultantes de la crisis del treinta, conocidos genéricamente como “keynesianos”, y que también en Argentina formaron parte de las experiencias de gestión conservadora, como se las conoció tras aquella gran crisis y que tuvo en Raúl Prebisch, por ejemplo, a un dilecto cultor. La apertura tendencial de la economía nacional fue, entonces, el correlato de esta situación, que a su vez fue acompañada por una inevitable desindustrialización[7].

Al mismo tiempo se forjaron algunas visiones de la economía mundial cuya validez era -y es- cuestionable, lo que no resultó un obstáculo para que alcanzaran un alto nivel de consenso.

La primera de ellas, enmarcada en aquellos años setenta,  era la de volver a reverdecer una experiencia agroexportadora explotando las supuestas ventajas comparativas de la histórica zona núcleo agropecuaria del país. El programa de Martínez de Hoz en gran medida se asentaba en esta banal idea, pero cierta similitud puede hallarse, aunque parezca extraño, en el planteo  que el propio Juan Perón también sostenía a partir de la crisis del petróleo de los años setenta,  cuando  regenteaba políticamente el país durante su efímero tercer período (1973-1974)[8].

La segunda entelequia, más propia de los años ochenta y noventa, consistió en el planteo sistemático de la  necesidad de  asociación estratégica con los únicos mercados capaces de desenvolver las potencialidades productivas del país, los mercados desarrollados, entendiendo por éstos, fundamentalmente, a los grandes espacios económicos atlánticos, Estados Unidos y Europa Occidental[9].

Una tercera vertiente de estas peculiares lecturas mundiales de los círculos pensantes de la burguesía local la constituye la inevitable identificación de Asia como nueva locomotora  de una rediviva producción primaria del país. El irresistible ascenso chino, realmente apabullante en cifras, seguido del empinamiento de ese mercado como receptor de las exportaciones locales –donde las oleaginosas en general y la soja en particular juegan un papel definitorio- le da  a estas versiones  un cierto argumento, un cierto asidero estadístico. Sin embargo, este nuevo ensayo de escudriñamiento de la escena internacional es una muestra más de las limitadas perspectivas que de las reales tendencias que atraviesan el sistema mundial  poseen los voceros de la burguesía local[10].



[1] La profundidad de estos acontecimientos puede ser definida geográficamente: EE.UU. y Gran Bretaña eran los dos representantes imperialistas por excelencia del sistema mundial. EE.UU. con su tamaño continental y su liderazgo indiscutido en el “mundo libre” desde 1945, y Gran Bretaña, otrora potencia rectora de la mundialización del siglo diecinueve, y con una capital ostentando aun el rango de uno de los centros financieros decisorios.  Por otra parte, tanto la experiencia conservadora como la republicana fueron administraciones largas, continuadas. La versión inglesa superó la década y media; la norteamericana, en tanto, alcanzó, formalmente, los doce años. En última instancia, la contundencia de estos hechos se marcó en la definición de “revolución” o “contrarrevolución” que con frecuencia ellos recibieron.    
[2]No es el momento para desarrollar aquí una descripción pormenorizada de la evolución del sistema político mundial. Pero el remontarnos a los retos que generó la crisis de los años setenta en los principales países capitalistas ya nos ilustra sobre el tenor de una etapa que se forjó un prudencial tiempo antes de la “Caída del Muro”. Dos ejemplos pueden ser significativos al  respecto: en Asia, la temprana transición al capitalismo de China, que data de fines de los setenta;  y en Europa Oriental, la crisis polaca, que  se arrastra ya desde los años setenta y eclosiona a principios de los ochenta.
[3] En términos políticos concretos podríamos aventurar la siguiente aproximación: lo que se ha denominado “neoliberalismo” se corresponde muy ajustadamente con la derrota de las gestiones socialdemócratas de los setenta en los países centrales (EE.UU. y Gran Bretaña, sobre todo ) y la asunción plena del poder político por parte de los conservadores; y la globalización como el pleno recambio político a manos de los socialdemócratas como nuevos gestores de la agenda “neoliberal”, ahora replanteada como una estrategia de recolonización de la periferia, incluyendo, por cierto, decisivamente, a la restauración capitalista en el “Este”. Clinton, con su “internacionalismo” o cosmopolitismo pop  y Blair, con su promovida “Tercera Vía”, son los mayores ejemplos de este período que se corresponde ya con los entrados años noventa.
[4] Empero, o tal vez precisamente por ello, el tratamiento que se les ha dado en general ha sido, a nuestro entender, harto deficitario. Tanto una como otra expresión suelen ser tomadas como explicativas de la realidad por parte de aquellos que han pretendido ejercer la crítica de la época, una fórmula errónea y que conduce -y lo ha hecho por cierto-, por lo tanto, a una encrucijada insalvable y propiciadora de una nueva derrota ideológica, sólo que ahora pospuesta, retardada. Concretamente, las dos concepciones representan falsos supuestos que convergen en la aparente o supuesta retracción del Estado. Este aserto, sostenido tato por los “promotores” como por los “detractores”, adolece de realidad, de empiria, constituye un verdadero fantasma y un increíble anacronismo para el análisis de una organización social compleja, como lo es el capitalismo y que transita, además, la etapa imperialista. Una perfecta muestra de esto se puede encontrar en un reciente artículo de Emir Sader (2010a), alguien que no puede ser confundido precisamente con un apologista sistémico, que goza, por el contrario, de un amplio reconocimiento en el campo de la crítica e impugnación de la época, y que reúne una serie de puntos que lo colocan en aquella posición neutralista respecto del análisis del Estado. El lugar que Sader ocupa, ejerciendo hoy la máxima conducción de Clacso, es suficiente indicador de lo profundo que ha calado este craso error “conceptual”. Y decimos “conceptual”, así, entrecomillado, si es que por ello sólo observamos el plano de las ideas, en forma aislada, divergente del plano del desarrollo político. Evidentemente, es esto último lo que ha gravitado decisivamente en la desorientación de las corrientes progresistas, como en la que revista el reconocido científico social brasileño.
[5] Resulta interesante cotejar las actuales descripciones de la crisis internacional con los relatos construidos en la Argentina sobre los años de la experiencia económica de la Dictadura. Por aquellos años, y sobre todo luego de ella, con el advenimiento de la Democracia, se recurrió de continuo a identificar el ostensible predominio del sector financiero en desmedro de los sectores productivos. Aquella fue una época signada por el predominio de la especulación, con la “popularización” de la bolsa y el reciclamiento de capitales “golondrina”, que dio lugar a una concentración de ingresos y una final fuga de capitales que dejó una estela de endeudamiento externo que marcó los años ochenta, los de la década perdida. De resultas de ello, se apeló insistentemente a la caracterización de “patria financiera” para identificar a los sectores de la burguesía local que se beneficiaron marcadamente durante ese período y, a la par, separarlos de aquellos otros sectores de la burguesía que, insertos en la producción, sufrieron los embates del extravío especulativo. Bueno, esta misma dicotomía producción-especulación la reencontramos con vehemencia reproducida en el plano internacional tras la crisis desatada en el año 2008. Un vocero del progresismo mundial, como el mensuario Le Monde Diplomatique, en sus últimos números (febrero y marzo de 2010) es particularmente elocuente al respecto. Pero también Joseph Stiglitz (2010), ahora desde la margen anglosajona, no titubea cuando debe juzgar lo que ha estado sucediendo en el capitalismo central: “El sector financiero ha impuesto enormes externalidades sobre el resto de la sociedad (…) El déficit para financiar la guerra o para ayudar gratuitamente al sector financiero (como ocurrió en una escala masiva en Estados unidos) generó pasivos sin contar con los activos que lo respaldaran, imponiendo una carga para las generaciones futuras”.
[6] Utilizar el índice de participación en el comercio internacional es, hasta cierto punto, una simplificación brutal  si con él simplemente se pretende ejercer un juicio definitivo sobre toda una etapa del desarrollo nacional que se sustentó en el despliegue del mercado interno. Desde este punto de vista, es evidente que el análisis del período que va desde los años treinta hasta mediados de los años setenta merece algo más que esta constatación estadística (un retroceso desde 2,8 a 0,4 % en unas tres décadas). Sí, sin embargo, con una visión más integral, puede ser una muestra fidedigna de la falta de adaptación del capitalismo argentino en su conjunto a las mutaciones del contexto internacional.
[7] En condiciones periféricas, además de una periferia rezagada, como podríamos definir a la situación que enfrentaba la Argentina, una apertura no podía resultar en otra cosa que en una licuación del tejido productivo preexistente. Si a esto le sumamos la existencia en aquel momento de un contexto de sobreproducción (mundial), crisis de los setenta mediante y consiguiente surgimiento de plataformas industriales asiáticas, no puede caracterizarse casi de otra manera que de inevitable el fenómeno de la desindustrialización resultante.
[8] Por aquellos años setenta  la burguesía argentina se enfrentaba  a proseguir la discontinua senda desarrollista o promover un ajuste regresivo desindustrializador. La primera vía era una verdadera “fuga hacia adelante”; la segunda, el ensayo de un increíble “retorno al pasado”. La denominación formal de “Proceso de Reorganización Nacional” no deja lugar a dudas de cuál fue la elección acometida y de los efectos acarreados (Iglesias, 2010; Moreno, 2010).
[9] Esta corriente de opinión es sostenida sobre todo por los “liberales” o “neoliberales”. Sin embargo, también puede observarse en los sectores “desarrollistas” que, a decir verdad, lucen desde hace bastante tiempo –por lo menos desde mediados de los años setenta- notoriamente debilitados. Además, se puede agregar que esta pretensión también formó parte de las “estrategias” de la etapa de industrialización; tanto de las “conservadoras”, a lo Pinedo, como de las “desarrollistas” en un amplio y vago abanico, que creyeron posible una complementación de cierto cuño industrial con EE.UU. Esta idea, que se ha mostrado irrelevante por el peso fáctico de la historia, sin embargo ha sorprendido por su permanencia en el tiempo.
[10] Un contraste de todas esta afirmaciones con el trabajo de Alejandro Bunge (1984), hecho allá por los años treinta –e incluso los veinte-, por ejemplo, sería la crítica más despiadada que podrían recibir estas pauperizadas opiniones de pretendidos expertos. Aquí también cabe aquello de que el deterioro material se refleja necesariamente más temprano que tarde en el plano intelectual.

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